El autobús fantasma
La lluvia azotaba con fiereza el raído traje de Sergio, logrando que tiritara de pies a cabeza. Se encontraba solo, en medio de la noche, con los bolsillos sin una moneda y el estómago fastidiándole.
Rogaba en su fuero interno que algún auto parara en su ayuda, teniendo piedad de su harapiento aspecto. Más traspasaban sus pedidos, haciendo caso omiso a su presencia. Estaba a punto de dejarse desfallecer sobre un charco, cuando un imponente autobús se detuvo delante de él. Abrió la puerta.
Poseía plateadas telarañas colgando por doquier, cubierto de polvo y pintado de un color oscuro, tan negro como la fría noche.
Sergio amagaba ante subir o no, pero el frío y la borrasca fueron mas fuertes. Penetró a su interior, echando un breve vistazo al conductor. Era pálido cual luna, de ojos hundidos y labios morados. Cerró la puerta de un golpe, provocando un respingo en el joven.
Intentó recobrarse y tomó asiento. Habría unas diez personas, todas lívidas y de miradas inertes. Sergio se acobijó junto a la ventana, dispuesto a despejar su mente con el paisaje.
Como sombras se perdían los árboles en su recorrido, topándose a intervalos con pétreas rocas blancas. El joven no tenía idea de qué eran estas últimas, mas decidió no planteárselo.
Empezaba a dormitar, cuando, con un agudo chirrido, el autobús volvió a detenerse. A él subió una mujer alta y delgada, blanca y de labios morados. Tomó asiento junto a Sergio.
Tenía una presencia confusa y gélida, capaz de revolver el estómago a cualquiera. El muchacho intentó dormir, pero el frío en su cuerpo se tornaba insoportable. Comenzaba a frotar sus brazos, en un vano intento de recobrar el calor, hasta que una mano lo tomó del codo cual garra.
Viró la vista y halló los ojos muertos de la mujer, mientras abría la boca.
— ¿Cuál es tu parada?— inquirió con voz de ultratumba.
—La que Dios mande— contestó Sergio, presa de la sorpresa y el pánico.
Ella alzó las comisuras, en una especie de sonrisa.
—También la mía.
Se deshizo de su brazo y volvió la mirada al horizonte. Sergio se abrazó las piernas, temblando incesantemente.
El frío era a cada instante más insoportable, su piel comenzaba a tornarse pálida cual nieve, sus ojos se hundían y morados se ponían sus labios.
Permaneció sobre la butaca del autobús, tan lívido y ausente como los demás pasajeros, mientras cruzaban el cementerio, dando a cada uno sus respectivas lápidas.
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