Accidente fatal
La señora González estaba acostumbrada despertarse todas las mañanas a la misma hora: seis de la madrugada. Desayunaba algo ligero, alimentaba su gato, ponía algo de orden y se disponía vestirse. Veía los primeros rayos del alba, disfrutaba un poco de la armonía y marchaba al trabajo.
Era una mujer solitaria, reservada, muy desapegada a la familia y con una extraña tendencia al perfeccionismo. Poseía una manera especial para organizar el orden en su casa, todos sus actos eran calculados y monótonos, su vida parecía programada perfectamente...
Pero aquel día, inesperadamente, sonó el timbre.
Marisa González atendió la puerta, confusa y anonadada. Entonces se hizo presente en el umbral de la puerta una niña de rubios cabellos, ojos azules y misteriosa sonrisa. Lo que más impresionó a Marisa fue su piel, símil a la cera.
Alzó un cazo con sus frágiles manos.
—Leche— pidió.
Marisa acató la orden, encantada con la criatura. La niña se marchó, atrapada por un halo de misterio, irresistible de develar. Apenas podía creer que un querubín como aquel hubiera irrumpido en su día, quitándole una sonrisa. Al día siguiente, la pequeña regresó con la misma petición.
La mujer estaba muy confundida. Solía conocer su barrio y estaba segura de nunca haber visto a una niña con tal descripción. Preguntó a todos sus vecinos si la conocían, mas ellos aseguraban nunca haberla visto. Realmente, sólo preguntó a dos vecinas que se encontraron con ella en el supermercado. Las mujeres la observaron como si de una desquiciada se tratara y murmurando un: ''Ni idea, señora. Nunca la vimos'', se alejaron con ligereza de ella.
Marisa no solía hablar con nadie. Apenas asentaba con la cabeza y hacía un movimiento con su dedo índice, siquiera movía los labios para sonreír, ni tampoco lograba que una (al menos pequeña y acallada) risa saliera de su boca.
Pero esa niña era la diferencia. Sólo pensar en ella llenaba de alegría su alma, le provocaba una extraña sensación de satisfacción, le hacía asomar un amago de sonrisa en la comisura de sus resecos y arrugados labios.
La mañana siguiente esperó ansiosa la visita de la niña, pensando cómo ser interrogante con ella. El timbre sonó. Marisa atendió.
—Leche— alzó su cazo.
— ¿Cómo te llamás, nena?— inquirió con voz lisonjera la mujer, tomando la cápsula de porcelana.
—Hada— señaló el prototipo con urgencia—. Rápido.
La mujer acató su orden al instante. Volvió al poco tiempo con la leche.
—Decime, Hada ¿dónde vivís?
—Moreno al 1832— viró la cabeza, distraída—. ¿Qué hora es?
Marisa consultó su reloj, inmutable.
—Las siete de la mañana.
La niña palideció. Tomó con firmeza su cazo y caminó con ligereza en sentido contrario. Al ver que se marchaba, corrió tras ella, pensando retenerla del brazo... mas la niña desapareció por la calle, rumbo al sur. Marisa marchó a trabajar, aún confusa por el comportamiento de la pequeña y hermosa Hada.
Esa misma tarde le encomendaron la tarea de revisar los archivos viejos. Era una labor fastidiosa, mas debió cumplirla.
Nadie supo por qué desde entonces Marisa dejó de ser la misma persona. Por qué razón su comportamiento sufrió un cambio tan drástico.
Tapeó las ventanas con maderas, echó llave a todas las puertas, se encerró en el cuarto de baño y desde allí gemía todas las noches, sollozando en un acceso de dolor y tristeza.
Los vecinos llamaron a la policía, temiendo que algo estuviera sucediendo dentro. Un oficial logró tirar la puerta abajo, luego de devastarla con un hacha y una pesada pala. Jamás pudieron abrir la puerta del cuarto de baño. Marisa continuó allí dentro, gimiendo las siguientes siete noches, hasta que su llanto ahogó su lamentar y el olvido borró su marca en este mundo.
Su decisión de hacer aquello jamás lo supo nadie. Quedó en la memoria de los curiosos que les agrada desvelar los misterios, aquellas mujeres rechonchas y amantes de los chismes, los archivos de la vida que muy pocos quieren ver, enterrados en el inconsciente del mismo Universo.
Su causa: desconocida.
Tal vez haya sido aquel archivo que debió revisar, el cual narraba la violenta muerte de Hada Sánchez a los nueve años, cuya residencia era en Moreno al 1832. Jugaba en la misma calle que Marisa transitaba a diario, sólo frente a su vereda, cuando un camión de tambos la arrolló. Agonizó durante tres días y al fin murió, justo a las siete de la mañana.
Quizás hubiera sido aquello...
O tal vez el hecho de que Marisa era la esposa de aquel conductor de tambos, el cual falleció en un accidente automovilístico, cuando pensaba regresar a su casa, luego de su larga labor, cuando una pequeña se cruzó en su camino... aún recordaba las ruedas manchadas de sangre, embadurnadas con los restos de Hada... las ventanillas del camión cubiertas de rojo, el asiento cubierto por una masa de carne y hematomas que alguna vez fue su esposo...
Hay muchas causas para caer en la locura. Cada uno posee las suyas. La muerte no enloquece... la muerte deja un vacío. Uno que jamás se llenará, no importa lo que se haga.
La locura intenta llenar ese vacío, procura calmarlo... pero no lo logra. Entonces le sigue la depresión, la desesperación, el desasosiego...
No hay salida. La muerte es la única cura. Unirse al mundo del vacío, dejar un lugar para alguien más, desligarse de todo lo que esa pérdida acarrea, salir de este monótono e insufrible mundo...
Marisa marcó su destino... morir. Dejar que otro soporte el vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario